viernes. 29.03.2024

A menor sindicación, mayor desigualdad

Que uno de los problemas más graves que sufren las sociedades actuales es la desigualdad, ante la que los poderes políticos y económicos se muestran impasibles, es una obviedad. Han proliferado las publicaciones sobre esta auténtica lacra social, y una de ellas, que me ha sorprendido y de la que expondré algunas ideas, es Igualdad. Cómo las sociedades más igualitarias mejoran el bienestar colectivo (2019) de Richard Wilkinson y Kate Pickettque ya publicaron en el 2009 Desigualdad: un análisis de la (in)felicidad colectiva. El primero es una ampliación y fundamentación empírica de las tesis expuestas en el segundo. El estudio es de hace 3 años, pero sus conclusiones son totalmente válidas en 2022.

Señalan una serie de graves secuelas de la desigualdad. La desigualdad agrava los problemas sociales, como la salud, la violencia (medida por la tasa de homicidios), los índices de embarazos adolescentes; los malos resultados escolares, el abuso de drogas, las enfermedades mentales, la pobreza infantil, la tasa de encarcelamiento y la obesidad. La desigualdad afecta a la mezcla social, o dicho de otra manera, supone un grave impedimento a la movilidad social. La desigualdad debilita la cohesión social. La desigualdad aumenta la ansiedad por el estatus, ya que, al resistirnos a estar en una situación de inferioridad, nos provoca grandes dosis de ansiedad por querer ser iguales que los que están la cúspide de la pirámide. La desigualdad potencia el consumismo y el consumo ostentoso. El consumo ostentoso, que es una muestra de vanidad por medios económicos, por el simple afán de aparentar lo que no somos.

Si se redujesen las diferencias de ingresos, es decir la desigualdad, esto propiciaría beneficios sustanciales para la sostenibilidad ambiental, al no ser necesario tanto consumo ostentoso e innecesario, y también mejoraría el bienestar de toda lo sociedad. Mas, lo evidente es que la distribución de ingresos y riqueza refleja aspectos cruciales en la distribución del poder en cualquier sociedad, y la eficacia de una idea o una política, como las que preconizan la igualdad, no es en sí misma garantía de su aplicación. Por ello, parece pertinente para entender la tarea que tenemos por delante el analizar las fuerzas que han generado cambios decisivos en la distribución de los ingresos en el pasado.

Los grandes cambios experimentados entre 1930 y 2018 ilustran una tónica ampliamente compartida en todo el mundo desarrollado y no son reflejo de factores a corto plazo, como el ciclo económico. La desigualdad fue alta hasta la década de 1930, momento a partir del cual comienza una larga fase de disminución. La tendencia descendente se mantiene hasta la década de 1970. Pero a partir de 1980, o un poco después en algunos países, la desigualdad aumentó de nuevo, de manera que a inicios del siglo XXI algunas sociedades se encuentran en los niveles de desigualdad, que no se conocían desde la década de 1920.

Esta pauta general -el largo descenso inicial de la desigualdad y el aumento posterior- refleja el fortalecimiento y debilitamiento posterior del movimiento sindical y de la ideología política que le acompaña, la socialista. Si tomamos como referencia el porcentaje de trabajadores afiliados a los sindicatos como símbolo de la fuerza sindical como contrapoder social, la relación con la desigualdad es evidente. A mayor sindicación menos desigualdad, a menor sindicación más desigualdad. Y este hecho, los autores lo muestran empíricamente en 2 gráficos. El primero muestra la relación entre la desigualdad y el porcentaje de trabajadores sindicados en 16 países de la OCDE entre 1966 y 1994. Y otro gráfico es de los Estados Unidos entre las mismas fechas.

La relación entre desigualdad y afiliación sindical no puede verse, sin embargo, como una simple consecuencia de la capacidad de los sindicatos para conseguir mejores salarios. La relación apunta al auge (y al declive posterior) de la influencia de las políticas progresistas, de matiz socialista, en su conjunto. Lo que determinó la distribución de la riqueza fue la fuerza de un conjunto de valores sociales expresados en la ideología y la política del movimiento sindical. Esto vino acompañado del miedo al comunismo y la preocupación de que la depresión de los años 30 pudiera interpretarse como el fin del capitalismo que anunció Marx. Roosevelt cuando introdujo el New Deal en los Estados Unidos y redujo drásticamente las diferencias de ingresos, explicó a los industriales y los capitalistas que para mantener el capitalismo había que reformarlo. De hecho, a veces se afirma que fue Roosevelt quien salvó al capitalismo de sí mismo. La reducción de la desigualdad fue así el resultado tanto de un movimiento colectivo que unió a la gente en un objetivo común, como de la amenaza que dicho movimiento entrañaba. Los millones de seres humanos que sufren hoy las secuelas de la desigualdad no han conseguido hasta hoy constituirse en una fuerza social progresista, unida por un proyecto común y unas necesidades urgentes que hay que atender.

Al respecto resultan muy aleccionadoras las palabras del gran historiador Hobsbawm, en La Edad de los extremos: el corto siglo XX, 1914-1991.

Una de las ironías de este extraño siglo es que los resultados más duraderos de la Revolución de Octubre, cuyo objetivo era el derrocamiento mundial del capitalismo, hayan consistido en la salvación de su antagonista, tanto en la guerra como en la paz, al proporcionarle el incentivo -el miedo- para reformarse después de la Segunda Guerra Mundial y, gracias a la popularidad alcanzada por la planificación económica, suministrarle algunos de los procedimientos para su reforma”.

Pero todo cambió a partir de los años 70 y 80 del siglo pasado. Como señala Paul Mason en Postcapitalismo. Hacia un nuevo futuro, el neoliberalismo fue llevado a la práctica por una serie de políticos visionarios: Pinochet en Chile; Thatcher en Gran Bretaña y Reagan en Estados Unidos. Los tres se enfrentaron sin concesiones a la gran resistencia del sindicalismo obrero, y hartos de tal situación extrajeron la conclusión que impregnaría la etapa posterior: que una economía moderna es incompatible con una clase obrera organizada. Así que decidieron aplastar por completo el sindicalismo, la negociación colectiva, las tradiciones y la cohesión social del obrerismo. Y por supuesto alcanzar la atomización y fragmentación de la clase obrera. El principio rector del neoliberalismo no es el libre mercado, ni la disciplina fiscal, ni la privatización…, ni siquiera la globalización. Todos estos elementos fueron subproductos o armas de su principal empeño: eliminar y dinamitar el obrerismo organizado de la actividad socioeconómica.

Los procedimientos y los ritmos fueron distintos según los países. Japón hizo los primeros avances en el ámbito de la flexibilidad laboral en la década de 1970 con la introducción del trabajo en grupos en las cadenas de montaje, a través de la negociación salarial individualizada y las sesiones de propaganda impartidas por los directivos en las propias fábricas. Hubo resistencias, a las que se respondió con brutalidad, ya que los cabecillas eran llevados aparte para recibir grandes palizas hasta que se rindieran. El izquierdista japonés Muto Ichiyo, testigo de algunas de estas palizas dijo “Era como si el mundo empresarial fuese inmune a la ley del Estado”.

En 1981, los dirigentes del sindicato estadounidense de controladores aéreos fueron detenidos, encadenados y esposados, exhibidos ante los medios de comunicación y toda la plantilla por organizar la huelga fue despedida.

Thatcher se empleó a fondo usando el arsenal paramilitar de la policía para quebrar la huelga de mineros en 1984-85. El 18 de junio de 1984, hasta 6.000 mineros trataron de bloquear una coquería en Orgreave, al sur de Yorkshire; se encontraron con cientos de policías, muchos a caballo, llegados de diez condados de toda Gran Bretaña, que cargaron sin contemplaciones. No ha habido mayor asalto a la clase obrera británica que el doble ataque de Thatcher a la industria y los sindicatos. En el centro de esta cruzada había un intento programado de desmantelar los valores, instituciones e industrias tradicionales de la clase trabajadora. Como señala Owen Jones en CHAVS La demonización de la clase obrera, el objetivo era acabar con la clase obrera como fuerza política y económica de la sociedad, reemplazándola por un conjunto de individuos o emprendedores que compiten a muerte entre sí. En definitiva, el paso por el gobierno de Margaret Thatcher supuso un asalto brutal a los pilares de la clase obrera. Sus instituciones, como los sindicatos y las viviendas de protección oficial fueron desmanteladas; se liquidaron sus industrias, de las manufacturas a las minas; sus comunidades quedaron destrozadas y nunca más se recuperaron; y sus valores, como la solidaridad y la aspiración colectiva fueron barridos en aras a un brutal individualismo; sembró la idea de que Inglaterra era un país de clase media, a la que todo el mundo podía acceder, quien no lo conseguía era por su incapacidad e ineptitud. Tony Blair, discípulo aventajado de la Dama de Hierro, también lo creyó y lo asumió, ya que es frase suya siendo todavía líder laborista “Todos somos clase media”.

Alemania, en cambio, se resistió a la introducción de las reformas laborales hasta los inicios de la primera década del siglo XXI, y prefirió servirse hasta entonces de una población trabajadora inmigrante empleada en puestos poco cualificados del sector servicios y de la construcción, que convivió con el paternalista mundo de las cadenas de montaje de las fábricas. Por eso, The Economist la calificó del enfermo del euro, criticando en fecha tardía de 1999 su hinchado Estado de bienestar y sus costes laborales excesivos. Tanto lo primero como los segundos fueron remediados aplicando las reformas laborales propuestas en el informe Hartz II (2003), que han provocado una sociedad muy desigual.

En España cada reforma laboral-especialmente la aprobada en 2012, que el propio Gobierno del PP la calificó de “extremadamente agresiva”, ha sido un paso cada vez mayor hacia el deterioro de las condiciones de los trabajadores. Con anterioridad, iniciado el proceso, los sindicatos fueron suficientemente domesticados. La contrarreforma laboral aprobada por el gobierno actual trata de corregir esta situación.

Pero el mayor éxito de la ofensiva antiobrera y antisindical se plasma a un nivel moral y cultural. Por ello, desde hace décadas se está produciendo una crisis sindical, probablemente al encontrarse en una situación a la defensiva en un contexto de hegemonía del poder empresarial. Esta crisis, según el sociólogo y profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona Josep María Antentas se manifiesta en unos datos objetivos: el descenso del número de afiliados; la falta de participación interna de los afiliados en la vida de los sindicatos; la reducción de la conflictividad laboral; una crisis de función debido a los procesos de individualización de las relaciones laborales que cortocircuitan a los sindicatos; menos influencia social, aunque sí que tienen una mayor presencia institucional; agotamiento del discurso y la práctica sindical, para dar respuestas claras y efectivas a los retos de las políticas neoliberales. Y uno de los grandes retos, es la creciente y, de momento, irreversible desigualdad.

A menor sindicación, mayor desigualdad